1.
Vivimos, pensamos, obramos, he aquí lo positivo: moriremos, esto no es menos
cierto. Pero dejando la Tierra, ¿a dónde vamos?
¿Qué es de nosotros?
¿Estaremos
mejor o peor?
¿Seremos o no seremos?
Ser o no ser: tal es la alternativa, es para siempre o para nunca jamás, es
todo o nada, viviremos eternamente o todo se habrá concluido para siempre. Bien
merece la pena pensar en ello.
Todo
hombre siente el deseo de vivir, de gozar, de querer, de ser feliz. Decid a uno
que sepa que va a morir que vivirá todavía, que su hora no ha llegado, decidle
sobre todo que será más feliz de lo que ha sido, y su corazón palpitará de
alegría. ¿Pero por qué estas aspiraciones de dicha, si un soplo puede
desvanecerlas?
¿Acaso
existe algo más aflictivo que el pensamiento de la absoluta destrucción? Puros afectos,
inteligencia, progreso, saber laboriosamente adquirido, todo esto sería
perdido, aniquilado. ¿Qué necesidad habría de esforzarse en ser mejor,
reprimirse para refrenar sus pasiones, fatigarse en adornar su inteligencia, si
no debe uno recoger de todo fruto alguno, sobre todo con el pensamiento de que
mañana quizá no nos sirva ya para nada? Si así sucediese, el destino del hombre
sería cien veces peor que el del bruto, porque el bruto vive enteramente para
el presente, para satisfacción de sus apetitos materiales, sin aspiración al
porvenir. Una intuición íntima afirma que esto no es posible.
2. Con
la creencia en la nada, el hombre concentra forzosamente todos sus pensamientos
sobre la vida presente, y no es posible, en efecto, preocuparse lógicamente de
un porvenir en el cual no se cree. Esa preocupación exclusiva del presente que
conduce naturalmente a pensar en sí mismo ante todo es, pues, el más poderoso
estimulante del egoísmo, y el incrédulo es consecuente consigo mismo cuando
deduce esta conclusión: “Gocemos mientras estamos aquí, gocemos lo más posible,
puesto que con nosotros todo concluye. Gocemos aprisa, porque ignoramos cuánto
durará esto.” Y este otro argumento, mucho más grave para la sociedad: “Gocemos
a pesar de todo, cada uno para sí. La dicha aquí es del más listo.”
Si el
respeto humano detiene a algunos, ¿qué freno tendrán aquellos que nada temen?
Dicen que la justicia humana sólo alcanza a los torpes, por esto discurren
cuanto pueden para eludirla. Si hay una doctrina malsana y antisocial, seguramente es la del nihilismo, porque rompe los verdaderos lazos de la solidaridad y de la
fraternidad, fundamentos de las relaciones sociales.
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Belchite (Zaragoza) |
3.
Supongamos que, por una circunstancia cualquiera, todo un pueblo adquiere la
certeza de que dentro de ocho días, de un mes, de un año si se quiere, habrá
desaparecido, que ni un solo individuo sobrevivirá, y que no quedará ni huella
del mismo después de la muerte.
¿Qué hará durante este tiempo?
¿Trabajará para
su mejoramiento e instrucción?
¿Se sujetará al trabajo para vivir?
¿Respetará
los derechos, lo intereses y la vida de sus semejantes?
¿Se someterá a las
leyes, a una autoridad, cualquiera que sea, incluso la más legítima: la
autoridad paternal?
¿Se obligará a algún deber?
Seguramente que no. Pues bien,
lo que no sucede en masa, la doctrina del nihilismo lo realiza cada día
aisladamente.
Si las
consecuencias no son tan desastrosas como lo pudieran ser, es primeramente
porque la mayor parte de los incrédulos tienen más fanfarronería que verdadera
incredulidad, más duda que convicción, porque tienen miedo del que manifiesta
al anonadamiento. El título de espíritu fuerte, lisonjea su amor propio. Además, los incrédulos absolutos están
en ínfima minoría, sufren, a pesar suyo, el ascendiente de la opinión
contraria, y son contenidos por una fuerza material. Pero si la incredulidad
absoluta fuese un día la opinión de la mayoría, la sociedad quedaría disuelta.
A esto tiende la propaganda de la idea del nihilismo.
Un joven de dieciocho años padecía de una enfermedad de corazón
declarada incurable. La ciencia había dicho: puede morir tanto dentro de ocho
días, como dentro de dos años, pero no pasará de ahí. Lo supo el joven, y al momento
abandonó los estudios y se entregó a todos los excesos. Cuando se le decía lo
peligroso que era en su situación esa vida desordenada, contestaba:
“¡Qué me importa,
puesto que sólo he de vivir dos años!
¿A qué cansar mi imaginación?
Yo disfruto
de lo que me resta y quiero divertirme hasta el fin.”
He aquí la consecuencia lógica del nihilismo.
Si este joven
hubiese sido espiritista, habría sostenido:
“La muerte sólo destruirá mi
cuerpo, que dejaré como un vestido viejo, pero mi espíritu vivirá siempre. Yo
seré en la vida futura lo que habré procurado ser en ésta. Nada de cuanto pueda
adquirir en cualidades morales e intelectuales será perdido, y redundará en
provecho de mi adelanto. Todos los defectos de que me despoje son un paso más
hacia la felicidad. Mi dicha o mi desgracia venideras dependen de la utilidad o
inutilidad de mi existencia presente. Me interesa mucho aprovechar el poco
tiempo que me queda, y evitar cuanto pueda debilitar mis fuerzas.”
De estas dos doctrinas, ¿cuál es la preferible?
Cualesquiera
que sean las consecuencias, si el nihilismo fuese una verdad habría que aceptarlo.
Y no serían ni sistemas contrarios, ni el temor del mal que resultaría, los que
podrían impedir que lo fuese. No hay, pues, que hacerse ilusiones. El
escepticismo, la duda, la indiferencia, aumentan cada día, a pesar de los
esfuerzos de la religión. Si la religión es impotente contra la incredulidad es
porque le falta algo para combatirla, de manera que si permaneciese inactiva en
un tiempo dado, sería infaliblemente vencida. Lo que le falta en este siglo de
positivismo, en el que se quiere comprender antes que creer, es la sanción de
esas doctrinas por hechos positivos, así como la concordancia de ciertas
doctrinas con los datos positivos de la ciencia. Si ésta dice blanco y los hechos
dicen negro, hay que optar entre la evidencia o la fe ciega.
El Cielo y el Infierno o la
Justicia Divina según el Espiritismo.
Allan Kardec.