El primer deber de toda
criatura humana, el primer acto que debe señalar para ella la vuelta a la vida
activa de cada día, es la oración.
Casi todos vosotros rezáis, pero
¡cuán pocos saben orar!
¡Qué importan al Señor las frases
que juntáis maquinalmente, porque tenéis esta costumbre, que es un deber que
llenáis y que, como todo deber, os molesta!
La oración del cristiano, del
espiritista, de cualquier culto que sea, debe ser hecha desde que el espíritu
ha vuelto a tomar el yugo de la carne; debe
elevarse a los pies de la majestad divina, con humildad, con profundidad,
alentada por el reconocimiento de todos los bienes recibidos hasta el día, y
por la noche que se ha pasado, durante la cual os ha sido permitido, aunque sin
saberlo vosotros, volver al lado de vuestros amigos, de vuestros guías, para
que con su contacto os den más fuerza y perseverancia. Debe elevarse humilde
a los pies del Señor, para recomendarle vuestra debilidad, pedirle su apoyo, su
indulgencia y su misericordia. Debe ser profunda, porque vuestra alma es la que
debe elevarse hacia el Creador, la que debe transfigurarse como Jesús en el
monte Tabor, y volverse blanca y radiante de esperanza y de amor.
Vuestra oración debe encerrar la
súplica de las gracias que os sean necesarias, pero de una necesidad real. Es, pues, inútil pedir al Señor que abrevie vuestras
pruebas y que os dé los goces y las riquezas; pedirle
que os conceda los bienes más preciosos de la paciencia, de la resignación
y de la fe. No digáis lo que
muchos de entre vosotros:
"No vale la pena orar,
porque Dios no me escucha".
La mayor parte del tiempo ¿qué es
lo que pedís a Dios? ¿Habéis pensado muchas veces en pedirle vuestro
mejoramiento moral? ¡Oh! no, muy pocas; más bien pensáis en pedirle el buen
éxito de vuestras empresas terrestres, y habéis exclamado: "Dios no se
ocupa de nosotros; si se ocupara no habría tantas injusticias".
¡Insensatos! ¡Ingratos! Si descendieseis al fondo de vuestra conciencia, casi
siempre encontraríais en vosotros mismos el origen de los males de que os quejáis;
pedid, pues, ante todo, vuestro mejoramiento
y veréis qué torrente de gracias y consuelos se esparcirá entre vosotros.
Debéis rogar sin
cesar,
sin que por esto os retiréis a vuestro oratorio o que os pongáis de rodillas en
las plazas públicas. La oración del día es el cumplimiento de vuestros deberes
sin excepción, cualquiera que sea su naturaleza. ¿No es un acto de amor hacia
el Señor el que asistáis a vuestros hermanos en cualquier necesidad moral o física?
¿No es hacer un acto de reconocimiento elevar vuestra alma hacía Él cuando sois
felices, cuando se evita un percance, cuando una contrariedad pasa rozando con
vosotros, si decís con el pensamiento:
"¡Bendito seáis,
Padre mío!".
¿No es un acto de contrición el humillaros ante el Juez
Supremo cuando sentís que habéis
fallado, aunque sólo sea de pensamiento, al decirle:
"¡Perdonadme, Dios mío,
porque he pecado
(por orgullo, por egoísmo o por
falta de caridad);
dadme fuerza para que no falte
más
y el valor necesario para reparar
la falta!".
Esto es independiente de las
oraciones regulares de la mañana y de la noche, y de los días que a ella
consagréis; pero, como veis, la oración puede hacerse siempre sin interrumpir
en lo más mínimo vuestros trabajos; decid, por el contrario, que los santifica.
Y creed bien que uno solo de
estos pensamientos, saliendo del corazón, es más escuchado de vuestro padre
celestial que largas oraciones dichas por costumbre, a menudo sin causa
determinada, y "a las cuales conduce maquinalmente la hora convenida".
(V. Monod. Burdeos, 1868).
“El Evangelio según el Espiritismo”
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