6.
La benevolencia para con sus
semejantes, fruto del amor al prójimo, produce
la afabilidad y la dulzura que son su manifestación.
Sin
embargo, no siempre debemos fiarnos de las apariencias; la educación y las
costumbres del mundo pueden dar el barniz de estas cualidades. ¡Cuántos hay
cuya fingida bondad sólo es una máscara para el exterior, un hábito cuyo corte
calculado disimula las deformidades ocultas! El mundo está lleno de esas gentes
que tienen la sonrisa en los labios y el veneno en el corazón; "que son dulces con tal que nadie les
incomode, pero que muerden a la menor contrariedad; cuya lengua dorada, cuando
hablan cara a cara, se cambia en dardo envenenado cuando están ausentes".
A
esa clase pertenecen también esos hombres que son benignos fuera de casa y que
dentro, tiranos domésticos, hacen sufrir a su familia y a sus subordinados el
peso de su orgullo y de su despotismo; parece que quieren desquitarse de la
opresión que se impusieron fuera; no atreviéndose a presentarse como autoridad
a los extraños que les reducirían a sus verdaderos límites, quieren a lo menos,
hacerse temer de los que no pueden resistirles; su vanidad consiste en poder
decir: "Aquí yo mando y se me
obedece", sin pensar que podrían añadir con mucha más razón: "Y
me aborrecen".
No
basta que de los labios salga la miel; si ninguna parte toma el corazón, es ser
hipócrita.
Aquel
cuya afabilidad y dulzura no son fingidas, no se contradice nunca, y lo mismo
es en el mundo que en la intimidad: sabe, además, que si engaña a los hombres con
las apariencias, no puede engañar a Dios.
(Lázaro. París, 1861).
El Evangelio según el Espiritismo
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