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11 de agosto de 2013

CIENTO CINCUENTA AÑOS



“Ha muerto en Belgoroff (Rusia) un mendigo de ciento cincuenta años, cuya vida novelesca e interesante tiene episodios realmente fantásticos. Este hombre, llamado Andrés Basisikoff, comenzó a mendigar desde los quince años. Primero se hizo el manco, después el sordo, luego el cojo, más tarde el ciego, y desde los sesenta años en adelante hacía un sordomudo casi perfecto. 

“Pues bien, por virtud de tales engaños, el bueno de Andrés Basisikoff consiguió reunir una fortuna de varios miles de rublos, con la cual adquirió tres posadas que puso a nombre de uno de sus hijos, sin perjuicio de seguir pidiendo como cualquier pelele. Pasaba de una ciudad a otra, adquiría una casa y un carro y hacía entrega de ello a sus hijos. Y luego echaba a andar a otra provincia, donde proseguía su vida de pordiosero “afortunado”. 

“Ha muerto, como decimos, a los ciento cincuenta años; deja a sus ocho hijos un caudal, entre fincas y dinero, de dos millones de rublos”.

* * *

El suelto que antecede a estas líneas me llamó muchísimo la atención cuando lo leí, y exclamé con espanto: ¡qué expiación tan larga, ciento cincuenta años! 

¿Qué historia tendrá este Espíritu? Debe ser muy accidentada, y tiene que haber pecado mucho para merecer tantos años de tortura,…; presintiendo que el mendigo ruso debería tener una triste historia, pregunté al guía de mis trabajos literarios si estaba yo en lo cierto al creer que su larga peregrinación en la Tierra era un castigo de sus anteriores culpas, y el Espíritu me dijo así: 

“El presente siempre es el corolario del pasado, como el porvenir lo es del presente. La vida es una serie de acontecimientos enlazados estrechamente entre sí; la vida es una madeja sin cabos sueltos, sus hebras nunca se rompen por enredada que esté la madeja, … , y el Espíritu de grado o por fuerza va saldando sus cuentas en innumerables encarnaciones, no valiendo ser sabio y ser considerado como una verdadera notabilidad en el mundo científico, si a su ciencia no se ha unido el sentimiento y el estricto cumplimiento del deber. El grande entre los grandes vuelve a la Tierra y, como compensación, a cada uno se le da el premio según sus obras. 

El que ha vivido últimamente mintiendo y simulando defectos físicos ha brillado en ese mundo hace muchos siglos, cuando el florecimiento de Grecia, y allí, entre aquella pléyade de hombres ilustres, descollaba él, el materialista Ataúlfo, el que buscaba el secreto de la prolongación de la vida, el que detestaba la muerte y más que a la muerte a la vejez, el que decía que era humillante y vergonzoso dejarse dominar por el decaimiento físico, que la inteligencia debía servir para buscar remedios heroicos que vencieron en la lucha a la debilidad orgánica, que el hombre no debía resignarse a morir como morían los irracionales inmolados ante los dioses, y Ataúlfo, que era maestro en muchas ciencias, se dedicó con sus discípulos a buscar medicinas tónicas que vigorizaran los cuerpos debilitados por el peso de los años. Él (sin comprenderlo entonces) soñaba con la vida eterna, quería vivir muchos siglos, y como no comprendía que pudiera vivir el Espíritu desligado de su cuerpo, todo su empeño fue fortalecer su organismo, y compuso diversos específicos para renacer como él decía. Sus estudios y sus experimentos causaron muchas víctimas, sacrificó a muchos seres inocentes, tiernos niños y hermosas jóvenes, porque el viejo necesitaba beber contadas gotas de sangre de una virgen, mezclada dicha sangre con una pequeña cantidad de polvos humanos, o sean huesos de niño pulverizados. Cometió en aquella existencia muchos crímenes, pero los cometió sin gran responsabilidad para él, porque no mataba por el gusto de matar, no se complacía en la agonía de las víctimas, les evitaba el sufrimiento y sólo quería encontrar el medio de vivir luengos siglos, pues según su teoría, si los hombres conseguían vivir muchos siglos, adquiriendo continuamente nuevos conocimientos, la Tierra sería un paraíso, porque cada hombre la embellecería con sus inventos y con sus descubrimientos incesantes. Él soñaba, repito, con la verdad de la vida; él no se conformaba con ver morir a un sabio en lo más florido de su edad; él lamentaba las energías que se perdían, las iniciativas que se paralizaban, y a todo trance quería luchar con la muerte; amaba la vida con verdadera idolatría, y llegó a ser muy viejo, no por los brebajes que tomó, sino por las medidas higiénicas a que se sujetó al llegar a la edad madura. Fue un modelo de continencia, reguló de un modo admirable sus horas de trabajo, de reposo absoluto y de meditación. Él entreveía los raudales de la vida eterna, sospechaba que había una fuerza superior a todo, pero esa fuerza no era de su agrado; él quería ser grande por sí solo, era la personificación del orgullo, quería debérselo todo a su propio esfuerzo, y cuando se desprendió de su cuerpo, completamente inservible por el enorme peso de los años, su asombro no tuvo límites, y se quedó tan aturdido al ver lo que nunca había soñado, la vida del Espíritu desligado del cuerpo, que si se puede emplear la frase, Ataúlfo enloqueció al encontrar la eternidad con distintas leyes de las que él conocía. 

El orgulloso sabio ¡qué pequeño se vio!... cuando comprendió que los siglos eran mucho menos que segundos en el reloj del tiempo, él, que había cometido tantos asesinatos para prolongar la vida algunos años, se encontraba lleno de vida sin necesidad de aquel cuerpo cuya conservación le había hecho cometer tantos atropellos.

Pronto volvió a la Tierra ansioso de nuevos descubrimientos, y llegó a penetrar victorioso en el templo de la gloria por sus inventos y descubrimientos encaminados todos ellos a prolongar la vida del hombre sin dolores, sin pérdida de fuerzas, aunque ya no empleó los medios anteriores de inmolar niños y vírgenes en aras de la ciencia, echó mano de otros que causaron la ruina de muchas familias, porque se apoderó de la riqueza de muchos para emprender largos viajes, prometiendo pingües ganancias que nunca llegó a satisfacer, porque se olvidaba muy fácilmente de sus favorecedores; su orgullo le cegaba y creía que aún les hacía un gran favor despojándoles de sus bienes para buscar una verdad científica, asociándoles en cierto modo a sus gloriosas empresas. 

Llegó a ser muy sabio, dio la vuelta a ese mundo cuando los viajes era un cúmulo de imposibles y dificilísimos de vencer, pero su corazón estaba seco, las dulzuras del amor le eran totalmente desconocidas; llegó un día que sintió frío en el alma, se encontró en el Espacio muy solo con toda su ciencia, escuchó las amonestaciones de su guía y al fin se convenció que sabiduría sin amor es como una fuente sin agua, como un árbol cuya copa llega al cielo y no da sombra, ni fruto; reconoció la grandeza de Dios, y con afán vivísimo de igualar su bondad a su ciencia, dio comienzo a una serie de existencias expiatorias, muriendo muchas veces sacrificado en edad temprana. Él, que a tantos inocentes sacrificó, últimamente quiso permanecer en la Tierra todo el tiempo posible en la humillación, ya que antes le cegó su orgullo, y se creyó más grande que toda la humanidad y al mismo tiempo ha devuelto una mínima parte de lo por él usurpado, porque cuando él pedía, no era para vivir cómodamente, sino para que vivieron sus hijos, a los cuales había despojado de sus riquezas en otro tiempo por satisfacer sus caprichos y su vanidad. El sabio de ayer, el que tanto se cuidó de la lozanía del cuerpo, en su última existencia le sirvió su organismo de mentir, para engañar, para sacar fruto de una defectuosidad aparente. ¡A cuántas consideraciones se presta el distinto uso que ha hecho de su cuerpo el gran sabio de ayer! ¡Razón tenías al creer que en el Espíritu del mendigo había una larga historia! ¡A cuántos precipicios conduce la ciencia sin el amor! Adiós.” 


Extraído del libro "Hechos que Prueban"
Amalia D. Soler.